Néstor Almendros: Un fantasma en La Habana


por Juan Antonio García Borrero
Cortesía de Progreso Semanal
  CAMAGUEY. En los últimos tiempos la historia del cine cubano se ha beneficiado con la publicación de determinados epistolarios y documentos privados que ayudan a entender esa práctica cultural, ya no como una armónica sumatoria de películas, autores, etc., sino como un proceso todo el tiempo dinámico donde, en el caso de los que hacen el cine, los individuos interactúan, sueñan, establecen alianzas o pelean entre sí, mientras consiguen hacer realidad o no sus creaciones. 
  A los conocidos libros de Alfredo Guevara y Tomás Gutiérrez Alea, por mencionar apenas dos de los protagonistas más importantes que ha tenido la cinematografía del ICAIC, tendríamos que sumar ahora El arte de la nostalgia (1), preparado por la investigadora Dunia Grass Miravet, y que contiene buena parte de las cartas enviadas por Néstor Almendros (1930-1992) a Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), en el período que va de 1963 a 1991, es decir, cuando ya ambos vivían fuera de la isla, y mostraban una abierta oposición a la ideología propugnada por el gobierno cubano. 
En la historiografía más usual referida al cine, casi siempre lo que va llevando el hilo conductor es un relato que el historiador (el narrador) arma a partir de lo que conoce de las películas, y los eventos que han tenido lugar alrededor de ellas. Sin embargo, la historia de las ideas y afectos que movilizaron a los individuos que se propusieron hacerlas, por lo general permanece en las sombras. 
  Los epistolarios de los cineastas, entonces, serían ventanas que el historiador puede usar para asomarse al interior de ese mundo del cual solo conocíamos la fachada. No es que las cartas revelen el mundo interior tal como es, debido a que, cuando uno escribe ese tipo de documento, también está afectado por los sesgos cognitivos que todos los humanos padecemos en nuestro accionar, pero lo que allí leemos ayuda a completar un cuadro histórico que antes aparecía inevitablemente mutilado, en virtud de las demandas políticas del relato oficial. 
  En «El arte de la nostalgia» vamos a encontrar, desde luego, la posición política de ambos interlocutores. Y dada la beligerancia del anticastrismo que los dos profesaron, pudiera pensarse que poca novedad podría encontrar el historiador. Sin embargo, es bueno recordar que un historiador, a diferencia de los políticos, no debe cultivar la simpatía, sino en todo caso, la empatía. 
  Con la empatía el historiador deja a un lado la obligación de comentar el malestar o la euforia que puedan provocarles las ideas de aquellos que examina. Lo suyo no es juzgar, ni resaltar que está de acuerdo o en desacuerdo con lo que digan sus fuentes, sino entender en toda su complejidad las circunstancias en que se movían los individuos en momentos históricos concretos, y el modo en que esos entornos, atravesados por fuerzas de todo tipo, podían afectarlos, al extremo de hacerlos pasar de una disposición afectiva favorable a otra que resulta su opuesta, como fue el caso de Almendros y Cabrera Infante, quienes en un inicio brindaron su apoyo a la Revolución de 1959 encabezada por Fidel Castro. 
  A diferencia de las cartas de Titón y Alfredo Guevara, donde uno detecta la angustia de quienes creyendo en el proyecto revolucionario no dejaron de someterlo a crítica (sobre todo Alea), las de Almendros y Caín son explícitas en el rechazo. Y, sin embargo, algo los sigue uniendo a la Isla: el recuerdo imborrable de La Habana y la cinefilia. 
  Y fue esa obsesión habanera la que devolvió a Néstor Almendros a la Isla en abril de 1979, apenas unos días después de haber recibido el 9 de ese mismo mes el Oscar a la mejor fotografía por Days of Heaven, de Terrence Malick. Si esta visita a Cuba ha sido poco divulgada por el exilio, se debe a que, de algún modo, rompe con la imagen del disidente que hasta el último momento combatió con todas sus energías el comunismo cubano. 
  Una cosa no tiene que ver con la otra, desde luego. Almendros jamás renunciaría a sus convicciones anticastristas, pero tampoco a la devoción que sentía por la Isla a la que había llegado desde su natal España con apenas 18 años, y sobre todo la devoción por su familia (la que le quedaba acá después de la muerte de su padre, el gran pedagogo Herminio Almendros). 
  Por eso le escribe el 1 de mayo de 1979, desde Miami, a Cabrera Infante y Miriam Gómez, quienes residían en Londres: 
  «Acabo de llegar de La Habana: ¡Tremendo! Mucho mucho que hablar, imposible hacerlo ahora, voy para Fiji en una semana de preparación y no volveré a París hasta el 10 de mayo al menos. 
  Ha sido muy emocionante. Abril no es el mes más cruel. No me puedo quejar. El Oscar y La Habana a la vez». 
  Allí estaba Almendros entusiasmado, después de muchos años, en esa misma Habana que Cabrera Infante, según él, logró retratar para la eternidad en «Tres Tristes Tigres» (escribe en una de las cartas dirigidas a Caín, fechada en 1967: «Ya nos podemos morir todos —los de nuestra generación en La Habana—, quiero decir que nos podemos morir con cierta consolación: aquellos días no se habrán perdido totalmente, no habrán pasado en vano. Tu libro los recoge fielmente y aún los sobrepasa convirtiendo gentes y lugares en puro mito»).
  La Habana que reencuentra Almendros en 1978 es una ciudad donde ya no estarán todos los amigos que crearon la primera Cinemateca cubana (Germán Puig, Ricardo Vigón), o se reunían al amparo de la Sociedad Cultural «Nuestro Tiempo», pero ello no impide que muchos lo busquen para saludarlo. «Los tres primeros días», anota en la carta, «estaba de incógnito dedicado enteramente a los míos hasta que fui turisteando a la Plaza de la Catedral. Luis Agüero me encuentra y me habla como si fuera un fantasma, enseguida se corrió la noticia como la pólvora. Así desfilaron sucesivamente Pablo Armando (Fernández), Olga Andreu, Héctor Pedreira, Alberto Roldán, Walfredo Piñera, etc, etc. Por suerte el ICAIC no intentó un acercamiento. Me evitaron una situación embarazosa». 
Cuando dos años después de la visita de Almendros a La Habana, la televisión cubana estrena The Blue Lagoon (1980), de Randal Kleiser, su crédito de fotógrafo fue suprimido.     Para los censores de entonces, sus méritos de artista consagrado no alcanzaban a salvarlo de la condición de fantasma sin derecho a nombre en Cuba, pero gracias al arte, Néstor Almendros siguió regresando a la Isla más vivo que nunca. 

(1) Dunia Gras Miravet. El arte de la nostalgia. Cartas de Néstor Almendros a Guillermo Cabrera Infante. Editorial Verbum, España, 2013, p 158. 

Fuente/Autor: 
Progreso Semanal