Aún por celebrar


«Nunca tanta gente ha visto tanto cine como ahora. Pero nunca tan poca gente fue al cine». 
 Manuel Martínez Carril

Al día del cine venezolano, Iribarren Films me ha pedido, en plena celebración, que escriba un artículo sobre nuestro cine y, puede ser que, de inmediato, el aspecto histórico nos envuelva inevitablemente, puesto que en las fechas especiales la memoria acude a argumentar los porqués de la celebración. Pero la celebración misma corre por cuenta de cada uno con sus correspondientes significados. Al menos yo tengo una imagen del disfrute del cine compartido en cineclub, en cinemateca. Tengo la secuencia de un Pancho Pérez repartiendo volantes en el boulevard universitario convocando a los estudiantes a la función del cine en la UCLA, luego una voz desde un megáfono invitando para la película en el Auditorio Ambrosio Oropeza de la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado y finalmente el disfrute de tantas obras maestras, cuya comprensión, en algunos casos, pasaba por el tamiz de un buen foro al final. 

Bien vale recordar la derivación que tuvo esto en días posteriores, en la misma década de los años noventa, con el florecimiento de un movimiento de clubes en cada núcleo universitario y en diferentes programas académicos de la citada universidad cuyo resplandor, aunque menguado hoy, se desplaza meritoriamente hacia otros proyectos de extensión universitaria de la mano del mismo Pancho Pérez con gran impacto en comunidades educativas y vecinales. Este recuerdo respecto al cineclubismo me obliga a nombrar al Cineclub Aquiles Nazoa cuyo origen, también universitario, data de 1984 y hasta hoy, he visto a Libia Rodríguez, su fundadora, en un trabajo sostenido por mantener esta forma de difusión de obras cinematográficas que es también una fuente formativa. Tengo la imagen de Guillermo Chávez y su extraordinario apasionamiento que de manera arrolladora va conquistando adeptos para hacer realizaciones casi de la nada y que resulta al fin y al cabo una gran escuela en donde otros tantos somos asimilados o militantes. Cargo entre mis apreciaciones montones de festivales de cortometrajes impulsados desde diferentes iniciativas por Iribarren Films y por el Centro Integral de Estudios de Comunicación Audiovisual CIECA con Isabel Cristina Caroto al frente; este último con el reconocido Festival de Cine de Barquisimeto (hoy por hoy en receso). Observo entonces, a lo largo del tiempo, un sostenido empeño por darse una oportunidad para el encuentro y que es herencia de una época degustadora del cine de otras latitudes a través de las embajadas de un sinfín de países y las comunidades buscaban, en el evento de aproximarse a estas producciones, su manera de reconocer a otros pueblos: ciclo de cine indio; ciclo de cine árabe; ciclo de cine francés; ciclo de cine alemán; ciclo de cine argentino; ciclo de cine cubano y así, muchas horas de vuelo. Y a esta parte de la cosa fílmica va mi homenaje. 

Del cine, más allá de su génesis en nuestro país, quiero referir su desarrollo. En su evolución fue llevado de la mano de instituciones importantes para los usuarios, cinéfilos, como han sido las salas de la Cinemateca y los cineclubes; creo que sin esta forma de difusión mucho menos se habría logrado frente a una industria extranjera avasallante, junto a la ausencia de leyes y apoyo por parte de organismos gubernamentales que fue el pan nuestro de cada día en el pasado siglo XX. No obstante, es el cine un arte que por excelencia identifica este tramo de la historia en el cual se levantó toda una cultura con grandes obras cinematográficas, salas diseñadas y acondicionadas especialmente para su degustación, supo entonces institucionalizar a su paso otra forma de mercado muy «sui generis». Y es que, en cuanto a consumo, realizando un parangón del arte cinematográfico con otras expresiones artísticas, al decir de Manuel Martínez Carril, crítico de cine y periodista uruguayo, ciertamente las películas son ejemplares o copias de una obra original, exactamente igual que los libros contienen literatura y son reproducciones de lo que alguien escribió; igual con la música respecto a discos que constituyen copias de la ejecución de una partitura. Pero existió desde siempre una diferencia: un libro, un disco van hacia el usuario directamente; el lector, la melómana, disfrutarán teniendo en su poder una copia de este bien, llámese libro o disco. 

Pero, ¿cómo podría resolverlo en aquellos años cincuenta o sesenta aquel que, aficionado a las películas, no disponía de esta opción? En la primera mitad del siglo XX y más, para disfrutar de una película el cinéfilo corriente tendría dos alternativas en sala: el cine comercial, con su menú de copias de películas fundamentalmente hollywoodenses o mexicanas, o ir a una sala de la Cinemateca o al cineclub en donde sí podría tener acceso a la proyección de cine de arte por algún tiempo, porque, en esto también era grande la diferencia, las copias al cabo de un tiempo deberían ser devueltas a quienes ostentaban el derecho de difusión y que luego, como copias, podrían ser destruidas. 

En aquel tiempo, ningún particular, ningún museo, ninguna biblioteca pública podía conservar copias de los filmes y tampoco ninguna reproducción en video o similares ya que de esto trataba el contrato que sostenía la difusión de la obra fílmica. De alguna manera las cinematecas hicieron frente a ese holocausto cultural, desde su creación en Europa a finales de la década de los 30. En Venezuela, la Cinemateca Nacional fue creada como otras en nuestra América por la necesidad de poner orden donde no lo había, es decir, preservar todo filme que había escapado del incendio y del machetazo, o que hubiere caído en el abandono y posiblemente en el deterioro. 

Este movimiento de cinematecas, cuyo inicio se dio en la década de los 60, impulsó con este propósito, el que los países fueran rescatando y protegiendo sus propias producciones fílmicas y no como podría haberse creído en la primera mitad del siglo XX, que esta preservación iba a ocurrir por manos de particulares. El espíritu con el que fueron creadas las cinematecas entonces, puede hablarnos ciertamente de la memoria, pero también del conocimiento de este llamado séptimo arte y de su apreciación estética o técnica. 

La cinemateca, como institución cumple un rol patrimonial y educativo, no obstante la diversificación de las tecnologías, que comenzó con la «democratización» del video o su imposición y determinó en la década del 90, frente a la distribución de mucho producto mediocre, la difusión en espacios alternativos del cine de calidad. Hoy podemos disfrutar en mucho de lo producido en el pasado y lo que se viene produciendo en diferentes formatos, gracias a las páginas especializadas que circulan por innumerables portales de internet, solamente armándonos de buen criterio. 

En Barquisimeto, la red de cineclubes, con un maestro como Juan Arcadio Rodríguez al frente, hizo profilaxis desde décadas anteriores y se pudo soportar esa avalancha audiovisual, estableciendo una inequívoca atmósfera muy propicia para la participación de la comunidad y la obligatoria manifestación de pareceres, opiniones e impulsos para el trabajo creativo, es decir, la parte formativa como espectadores en cuanto a ser críticos o permisivos frente a la enajenante industria del video que, muy empoderada, pudo colar altas dosis de lo superficial o banal en tantas de sus producciones. 

A la fecha, la realización cinematográfica va encaminada cada vez más hacia el uso de tecnología electrónica, en donde existen programas para la edición de imágenes y sonido que son accesibles al común de la gente, cuando la digitalización es en sí misma una forma de preservación y los cineastas acuerdan renunciar a la proyección en salas de cine para hacer circular su material por las redes, nos siguen atacando las mismas dudas e incertidumbres porque el descubrimiento de la condición humana y su trascendencia no es competencia de ningún recurso industrial, ni artesanal, sino más bien de lo que nos sea revelado como grupo, como seres en constante interacción y evolución. 

En ese contexto el cine venezolano, va empujando hacia adelante, ya provisto de algunas regulaciones, de cierta institucionalización y respaldo con políticas (unas más acertadas que otras), reclama que tanto sus realizadores como su público hagamos el ejercicio constante que es recordar sus orígenes y en nuestro estado Lara considero dos íconos fundamentales: 
1) La imagen de Amábilis Cordero: cineasta, fotógrafo, pintor, poeta, músico, guionista y pionero del cine, es un ejemplo a seguir. 
2) La herencia recibida por Juan Luis Rodríguez Camacho que es incuantificable en su valor intelectual y cultural con un proyecto como el Cineclub Charles Chaplin gestado décadas atrás y ante el cual la comunidad tiene una deuda, por no haber sabido defender ese espacio; también tendrían mucho que explicar desde la «prestigiosa» institución donde funcionó hasta 2018 cuando dijeran sin escrúpulos: Bye, bye Jhohny!… Je ne sais pas, Charlot!… sin ningún argumento original o que valga la pena de ser narrado y sin la más mínima consideración de lo que puede considerarse como un patrimonio de la ciudad y del estado Lara. Hasta hoy se le ha exigido a ese colegio de profesionales la devolución de los equipos, sin ningún éxito. 

Es momento entonces, en que se nos convoca a recuperar espacios perdidos para alumbrar esa forma muy humana que es la de recrear tiempo-espacio donde encontrarnos para compartir una buena película, por ejemplo, que además nos remueva el alma y nos incite a la palabra, nos inspire a romper con las formas, nos lleve por caminos de ser por nosotros mismos. 

Es tiempo de insistir, ahora con más fuerza, habiéndose establecido en Barquisimeto la Licenciatura en Artes Audiovisuales, mención cinematografía, dentro de la Universidad Nacional Experimental de las Artes, en cuyas filas estaría el germen de una visión y propuesta alternativas para el cine venezolano desde donde se abra el debate para la inclusión de normativas que apunten a la verdadera democratización de los recursos del estado y se apunte a la inversión para el fortalecimiento de la cultura cinematográfica nacional que propenda al desarrollo de circuitos alternativos. También se puedan crear con su correspondiente regulación, fondos regionales que participen en la asignación de equipos y recursos de diferente índole que incluya el apoyo a la producción, la realización y la difusión. 

Otro aspecto pendiente: la definición de la figura del «difusor cinematográfico» y la definición de «espacio o sala alternativa» ya que si estas no aparecen en la ley y en el reglamento de cine nacional, seguirá siendo muy cuesta arriba el camino para quien quiera realizar cine independiente de exhibidoras extranjeras o del Estado venezolano, pues al no existir jurisprudencia al respecto no hay forma de que los interesados se muevan frente a la administración pública o privada con acierto hacia la elaboración de políticas que beneficien y dignifiquen su quehacer, mucho menos el que se establezca alguna plataforma que apuntale el desarrollo de la cultura cinematográfica en nuestro estado. 

Ese vacío legal que toca también a las exhibidoras privadas, por cuanto se les asigna, casi sin ninguna regulación, la tarea de exhibir lo producido en el país, multándolas con muy poca cosa si no lo hacen. Pero a las compañías les resulta mejor negocio pagar la multa al estado venezolano y recibir los cuantiosísimos ingresos que pagan las trasnacionales del cine mundial con tal de disponer en forma exclusiva de las salas… y todo arreglado.  
 
En el 2015 se lo hicieron al documentalista Carlos Azpúrua quien denuncio ante la prensa «que no estaban colocados los afiches, que la película no estaba programada en las carteleras electrónicas y que se informaba que las funciones estaban agotadas para no vender entradas». 

En 2013, el cineasta Luis Alberto Lamata denunció irregularidades en la proyección de Bolívar, el hombre de las dificultades llegando en algunos casos a la suspensión de las funciones. Pero esto se queda, lamentablemente, en la denuncia, y ¿saben por qué? Entre otras cosas, es porque no hay espacios alternativos para nuestro cine, el vacío legal trunca los caminos para generar nuestras propias exhibidoras, es decir, la difusión de lo hecho en Venezuela, mientras imposibilita también las sanciones ejemplares que merecerían quienes están llamados por ley a difundir nuestro cine y no lo hacen. 

Entonces el día del cine venezolano está aún por celebrarse; en la creación de una nueva ley de cine que integre estos puntos y otros tantos, que otorguen justicia al oficio cinematográfico y en ese empuje vayamos participando sin distingos en la realización de un proyecto de pasión que nos abarque como una sola fuerza en construcción constante, que sea como el devenir de la semilla que, siendo portadora de energías encontradas, en su lucha, tiene como resultado una nueva planta, cuya heroica fertilidad trasciende su propia hazaña para ir al mejor de los festivales: la vida. 

Autora: 
Francia Ortiz González

Docente en artes escénicas jubilada de la UCLA. 

La Mirada de HAL es un espacio de opinión sobre cine. El blog de Iribarren, como una contribución al desarrollo de la cultura cinematográfica, ofrece este medio para el planteamiento y la discusión de ideas con relación al séptimo arte. Sin embargo, las opiniones emitidas en este espacio son responsabilidad únicamente del autor.